Perez Galdós. El viejo y el nuevo poder.

Quizá  1808  materialice el punto de inflexión entre el Antiguo Régimen y la puesta en marcha del lento proceso hasta nuestros actuales derechos constitucionales. No en vano, en ese año 1808 tuvimos el primer reconocimiento de ellos, si bien muy limitado. Así como los primeros motines contra el poder establecido y comenzó una larga serie de pronunciamientos militares al margen de la jerarquía que marcarían la historia tanto en nuestro país como en el resto de estados herederos de la Corona de España durante siglo y medio. Además estrenábamos dinastía justo tres siglos después de la llegada de los Austrias y un siglo después de los Borbones. Una dinastía que esta vez venía con el pedigree de la Revolución Francesa. Y en medio de todo ello se desmorona el Imperio Español y comienza una larga etapa, aún no concluida, de marginalidad de España dentro del contexto europeo.

Los grandes cambios que se produjeron desde finales del XVIII en las estructuras de poder fueron fruto de procesos largos, complejos y muchas veces difíciles de entender desde nuestra perspectiva. Así sucedió con la Revolución Francesa y la Norteamericana. Y también en España en donde nuestra particular Revolución logró cambiar en 12 años, la monarquía absoluta reinante en 1808 en el Estado constitucional que se abre paso en el trienio liberal.  Como en el caso francés, la pugna entre el nuevo estado y los antiguos sistemas de poder siguieron durante décadas. Pero al final el proceso de desarrollo de las libertades personales que comenzó en 1808 fué poco a poco abriéndose paso.

Pérez Galdós dedica uno de sus episodios nacionales a este año, de manera que tenemos un testimonio excepcional para debatir lo que realmente supuso dicho año clave para nuestra historia. Buscamos en general testimonios literarios contemporáneos. En este caso, ante la dificultad para encontrarlos recurrimos a Galdós que si bien no vivió aquellos turbulentos años nos aporta un inestimable enfoque global del conjunto del tránsito entre el antiguo y el nuevo sistema de poder a lo largo del siglo XIX en sus Episodios Nacionales.

Conviene que recordemos cual era la situación de España y Europa en esos momentos.  La Revolución francesa había concluido con la implantación del régimen imperial de Napoleón en el que la autoridad absoluta del Emperador se conjugaba, por primera vez, con el respeto a una serie de derechos básicos de los ciudadanos franceses. Las monarquías absolutas continentales e Inglaterra se alían para responder al este nuevo poder. Las primeras para prevenir el contagio de las nuevas ideas en sus reinos y la segunda como eslabón más del conflicto con su gran rival tradicional.

La Corona española se encuentra frente a un gran dilema.  En el último siglo, la alianza con Francia basada en las relaciones familiares de sus gobernantes había tenido sido muy efectiva. Pero por otra parte se temía, como en el resto de los reinos europeos, la difusión de las ideas constitucionalistas. Y además no se podía olvidar que muchos de los que ahora apoyaban a Napoleón habían sido los que habían liquidado a Luis XVI y a una parte de su aristocracia.

Sólo este dilema puede explicar como en los años anteriores habíamos invadido Francia en 1793 y unos años después, en 1807, estábamos luchado mano a mano con su régimen revolucionario contra los ingleses en la batalla de Trafalgar.  La variabilidad de las decisiones de la Corona frente al nuevo escenario del país vecino podrían explicarse por las dudas del rey correspondiente. Pero realmente esconden los conflictos internos en el entorno real  la divergencia de las posturas defendidas en el dicho entorno por unos y otros en función de sus intereses personales. La política de alianzas con Napoleón del primer ministro Godoy obedeció sin duda a intereses personales corruptos. Pero sólo fué posible por el apoyo de los partidarios que tenía dentro de la Corte.

Todo ello correspondía al sistema de poder del antiguo régimen. Las decisiones de la Corona respondían a los conflictos y acuerdos entre los intereses de los diversos sectores de la aristocracia (y de ciertos poderes gremiales y económicos)  y los de las casas reales reinantes en función de sus intereses concretos.

Pero el Motín de Aranjuez es algo esencialmente distinto. El dilema del que hablábamos pasa de ser un conflictos cortesano a un levantamiento popular en el que si bien es dirigido por los enemigos de Godoy en la corte, participan ciudadanos de todo tipo incluyendo las clases populares.

El relato de Galdós describe con mucha precisión como el levantamiento en provocado por terratenientes opuestos a la política de Godoy de sumisión a Napoleón que cuentan con el apoyo  del príncipe heredero Fernando enemigo acérrimo del primer ministro.  Ni en Galdós ni los historiadores nos dan dato suficientes para evaluar en que medida se trataba de un movimiento auspiciado por el las ansias de poder del joven príncipe y por el entorno familiar de su esposa (recordemos una Borbón de la rama napolitana, abiertamente partidaria del absolutismo) o si fué la corriente absolutista de la aristocracia territorial la que le convenció para que lo apoyara en la sombra.

Pero lo más relevante es el cambio en los procedimientos para acceder al poder y para controlar las decisiones de la Corona. Del conflicto interno se pasa al conflicto abierto rebasándose dos límites hasta ahora considerados infranqueables en la historia de la Corona de España: la traición del heredero a su padre, el rey Carlos IV y la participación del ejército en las controversias políticas.

Sobre esto último Galdós nos dá unos apuntes reveladores, poniendo de manifiesto como la toma del Palacio de Godoy en marzo de 1808 sólo pudo producirse por la pasividad de los destacamentos presentes en Aranjuez y que tal pasividad probablemente venía de órdenes superiores. Se rompe así el principio de supeditación absoluta del ejército al poder real que se  había respetado (salvo en alguna excepción) desde los inicios de la Corona de España. Abierta la veda, los pronunciamientos militares pasarían a ser una constante de la política española ( y del resto de países que sucedieron a tal régimen en América) durante siglo y medio.

Pero además de este elemento nos interesa saber más de como, por primera vez, la capacidad de influir en el poder se extiende a sectores sociales externos a lo que venimos denominando la corte. Y nos interesa por que fué este el inicio del lento camino que llevó a la democracia en España y no una revolución convencional, un "click" histórico tras el cual todo el mundo participa en las decisiones del poder.

Los instigadores del Motín del 18 de marzo de 1808 se permitieron saltar las normas básicas ante señaladas para defender sus intereses por que ya no estaban respecto a un poder fuerte sino a un poder débil.  Como en nuestros días, el poder fuerte une a los cortesanos en lealtades inquebrantables, pero cuando aparecen las primeras grietas son muchos los que sustituyen lealtades por el intento de hacerse con el control del poder.

La Corona de España se desploma por su propia debilidad, en un colapso discreto y nada heroico en el que no vemos ni grandes batallas ni asaltos populares a las "bastillas" del poder real. Un colapso que nos recuerda el de la Unión Soviética a finales de los 80 del siglo pasado. La Corona España (que recordemos que entonces aún era un inmenso imperio) era un estado débil débil desde el punto de vista productivo, con una economía basada en la explotación los metales preciosos provenientes de América que no podía competir con el progreso emergente de Francia, Inglaterra o Prusia. Tras la guerra de Sucesión había podido pervivir un siglo más gracias a algunos monarcas comprometidos con los principios ilustrados, pero sobre todo por su alianza con la Francia Borbónica. Pero Luis XVI había sido decapitado y era necesario buscar nuevos aliados.

Y como en el desplome de la Unión Soviética es la Corona de España como institución la que se autoliquida, y no los viejos poderes que la manejaban. Estos por el contrario tratan de reacomodar su forma para seguir controlando a los ciudadanos en el nuevo escenario.

Sólo así entendemos que para los que el Rey era no sólo inviolable sino fruto de los designios divinos podía ser ahora sucedido por su hijo en un golpe de Estado y sin ningún problema se podía arrasar el palacio de su hombre de confianza. Las abdicación de Carlos IV en Bayona acaban con la monarquía tradicional en España y a partir de ahí los nuevos reyes españoles dejaban de ser el elemento esencial del poder y este pasaba a dilucidarse realmente entre los antiguos partidarios de unas u otras líneas de acción en la Corte que, en algún momento determinado, pasaron a encuadrarse en partidos políticos.

Decíamos que en este cambio de estrategia en el control del gobierno los antiguos poderes necesitaban la complicidad, al menos aparente, del pueblo. Se buscaban así aliados en el tercer estado frente a otros otros pretendientes del poder. Y además se conseguía una apariencia a los levantamientos sin duda útil frente a las posibles respuestas de iniciativas verdaderamente populares como las que habían derribado la monarquía francesa.

¿Como podían conseguir los diversos sectores del viejo poder el apoyo del pueblo para sus pretensiones de controlar el gobierno? Por descontado, en la primera mitad del siglo XIX, a ninguno de tales pretendientes se le ocurrió prometer elecciones libres como las que ya estaban funcionando en Estados Unidos.  Por lo tanto debía de buscarse un banderín de enganche, un elemento movilizador, alternativo al de la libertad y la democracia para todos. 

Y así, en vez de los ideales democráticos, surgen una serie de elementos movilizadores que a partir de dicho momento acompañarán a la vida política española como son el caciquismo, el clientelismo y el nacionalismo.

Dos elementos antes inexistentes por innecesarios. En el Antiguo Régimen el poder había funcionado al margen de la inmensa mayoría de los ciudadanos. No era necesario por lo tanto convencer a esta mayoría de nada. Simplemente eran súbditos que obedecían bajo las penas de este y del otro mundo. Y para los ciudadanos, por el contrario, el poder era algo que ya sea por designio divino o por otras causas estaba simplemente ahí, como si fuera una montaña más.  Durante decenas de generaciones nadie pensaba que tenía posibilidad de intervenir en sus decisiones y sólo a partir de la ilustración y de los avances del control parlamentario británico las masas populares empezaron a atisbar la posibilidad de participar en las decisiones de gobierno.

Tanto en el testimonio de Galdós como en el resto de los Episodios encontramos muchas pistas de como estos dos elementos movilizadores van extendiéndose en la práctica política española. Así por ejemplo vemos como una buena parte de los participantes del motín de Aranjuez son realmente gente venida de fuera, traídos desde sus propiedades por los terratenientes que lideran la revuelta. El caciquismo que gobernó la escena política de la España rural durante el Siglo XIX y el inicio de del Siglo XX no es otra cosa del resultado de la miseria, de la falta de oportunidades y del control de la información propia del retraso de ambas amplias zonas de España.  Para los habitantes de muchos pueblos no existían otras opciones que los salarios (y los favores) de los dueños de las tierras, y de ello dependía su sustento. Por lo tanto no es tanto un fenómeno tanto de compra de voluntades y de la ineficiencia de un sistema incapaz de generar futuros alternativos para la gente que durante gran de dicho periodo seguía atada a la tierra ante el retraso de la industria, del comercio y del sistema financiero que arrastró España hasta bien entrado el Siglo XX.

Pero hay un fenómeno paralelo al caciquismo que ha recibido mucha menos atención. Nos estamos refiriendo al estamento social que sin tener capacidad de control del poder se beneficiaba de él de manera directa a través de los tratos de favor que le dispensaba.  En etapas anteriores estaríamos hablando de caballeros, hidalgos o el alto clero.  Pero a finales del XVIII se había transformado en una pléyade de familias cuyo sustento y el progreso de sus hijos dependían de la discrecionalidad del un Estado, cada vez más potente, a la hora ser elegidos para un puesto de trabajo público, venderle suministros, beneficiarse de concesiones o verse favorecidos por posiciones monopólicas.

Durante el Antiguo régimen uno de los pilares esenciales del poder era la arbitariedad de tales favores, obviamente a cambio de la lealtad del favorecido, y muchas veces también con la correspondiente compensación económica.  La Igualdad de derechos propugnada por los procesos revolucionarios de finales de siglo acababa con esta arbitrariedad, sustituyendola por decisiones en las que debía de prevalecer el interés público.

Por descontado el poder nunca admitió de buen grado la pérdida de su capacidad clientelar, y mucho menos durante el siglo XIX español. El mantenimiento de monopolios comerciales, gremiales, ganaderos o de transporte, la asignación de las concesiones ferroviarias o los enriquecimiento inmobiliarios del final del siglo supusieron serias rémoras para el desarrollo del país frente a la libertad de mercado que hacía crecer aceleradamente a economías como la inglesa. E igualmente la distribución de cargos o empleos de cualquier nivel en la administración como favor político o personal la hacía esencialmente ineficaz.

Galdós nos ilustra adecuadamente este fenómeno. Uno de los protagonistas del testimonio que nos ocupa es un ferviente partidario de la política de Godoy.  pero no por ella misma sino porque el puesto que ocupa y que le permite vivir con alguna dignidad se lo ha concedido él
y sabe que por lo tanto será sustituido si deja de ser el favorito del Rey.

Este tipo de clientelismo era especialmente abundante en la Corte. Ya lo mencionaba Cervantes a los pocos años de que Madrid asumiera la capitalidad, pero en 1.808 se había convertido en uno de los pilares de la sociedad madrileña. Así que tanto la llegada de las tropas francesas como la sustitución de la dinastía fué vista por muchos de sus habitantes no como un cambio de poder que modificaba sus libertades personales sino como la de un  nuevo entramado clientelar en el que quedaban inicialmente descolocados.

Pero sin duda la gran novedad del nuevo sistema de poder era el nacionalismo. Vemos en la obra de Galdós como se reclutaba la gente para que se uniera al levantamiento del 2 de mayo preguntándoles si iban a permitir que les mande un francés. Una pregunta muy distinta a la de si no deseaban tener los derechos frente al poder recién adquiridos por los franceses.  Se había vuelto esencial la nacionalidad del Rey, después de haber tenido dos dinastías extranjeras sucesivas y de que una buena parte de sus enlaces (e influencias) matrimoniales de sus soberanos fueran también foránea.

Debemos de comprender el estallido de rabia del pueblo de Madrid el 2 de mayo. Durante generaciones se les había hablado incesantemente de las glorias del Imperio y ahora veían como recién salidos de la humillación de Trafalgar, sus aliados franceses en esa guerra ocupaban el centro de España que desde hacía 1.100 años no había visto ninguna fuerza extrapeninsular. El gran sueño de poder se desvanecía de la noche a la mañana, además en un periodo de plena incertidumbre a la vista de lo que había sucedido en París en la Revolución de la década anterior.

Probablemente en esa atmósfera de rabia social las ideas propugnadas por los defensores de Fernando VII, los que habían auspiciado el motín de Aranjuez, calaron rápidamente en el pueblo de Madrid. Y en ningún momento consideraron que el nuevo régimen podían trasladarles alguna de las libertades que estaban defendiendo frente al absolutismo reinante en el continente.  Sino que despertaron el sentimiento ancestral de rechazo de lo extraño.

El nacionalismo surge como elemento movilizador de las masas fundamentalmente como un respuesta frente a las nuevas corrientes procedentes de Europa como una forma de autoafirmación de las antiguas filosofía de poder frente al parlamentarismo, el constitucionalismo, la libertad de culto o la libertad de mercado.

Cabe resaltar que este último factor fue especialmente determinante para mantener el vigor del nacionalismo, mucho después incluso que los otros elementos fuera asumidos por el conjunto de la vida política del país.  La divergencia entre el progreso económico de España y de centroeuropa ha ser cada vez más patente. La lucha de los monopolios y los gremios que habían presidido la economía del antiguo régimen se centra en la nueva etapa en impedir la competencia exterior, y para ello nada mejor que llamar machaconamente durante décadas y décadas a la defensa de lo "nuestro" en la vida política general para mantener los beneficios para algunos del consiguiente cierre de mercados.

La batalla de Trafalgar pone fin a tres siglos en los que la Corona de España se había involucrado en los problemas de Europa, muchas veces con un carácter protagónico. Y el mejor Rey del siglo anterior había sido un rey "italiano" capaz de desarrollar una buena acción de gobierno tanto en Nápoles, como en la península o en la Nueva España. Pero ahora comenzaba una larga etapa de "Santiago y cierra España" que duraría más de siglo y medio y que aún sigue inundando una parte del pensamiento político de nuestros días.   Y sin duda, de la mano de ello, una gran parte de la historia fué interpretada desde este nuevo relato, tratando de aislar al país de la universalidad de los movimientos de progreso que surgían en Europa y Norteamérica.

Por descontado, además de las pistas que encontramos en el Episodio Nacional que nos ocupa sobre los factores que hemos comentado también vemos ejemplos de idealismo.  Muchas personas se involucran en los motines del año 1808 no por un deseo personal por que creen que se debe de gobernar el país de una manera determinada que resulte mejor para todos. Algunos por que creen que detrás de la demolición del poder absoluto está el abismo, el desorden y el final de la paz interior que había existido en España durante tres siglos. Y otros por que veían con igual desespero como el progreso político y económico que empezaba a consolidarse en otros países no avanzaba en la península.

Por descontado que algunos absolutistas o ilustrados tenían entonces posturas muy claras sobre lo que unas u otras ideas aportaban al país. Pero lo que vemos en el testimonio de Galdós es que nada de este debate alcanza a la gente que participa en los motines. Para la mayoría del pueblo defender un buen gobierno para todos se limita a apoyar a un posible gobernante, y confiar en él ciegamente para que resuelva los problemas de la patria. Para unos era Godoy, para otros Fernando VII e incluso para algunos los Bonaparte. Cierto es que a medida que avanza el siglo vemos en el resto de los Episodios como el debate público se traslada a las ideas, pero siempre apoyado en los liderazgos. En pensar que O´donell, Prim, Serrano o Narvaez van a traer de su mano el buen gobierno que necesita el país. 

En el nuevo poder, la confianza en el liderazgo hereda lo que en el Antiguo Régimen había sido la figura del Rey.  Una situación en la cual los ciudadanos se autoexcluyen inconscientemente de la complejidad humana de los que los dirigen y tienden a pensar que siempre tomarán las decisiones correctas (o siempre las incorrectas) y que por lo tanto cualquier duda al respecto debe de excluirse del debate público entre sus partidarios.

Quizá todos estos elementos que apuntaban en el nuevo sistema de poder parezcan complejos y contradictorios. Pero lo extraordinario, lo mágico, es que justo cuatro años después del Motín de Aranjuez, del ocaso del antiguo sistema de poder, el país es capaz de alumbrar su primera Constitución mediante un debate político que nada tenía que ver con las fórmulas de lucha por el poder del antiguo régimen, por medios pacíficos y en el marco del diálogo entre visiones muy distintas sobre lo que debía de ser el futuro del Estado. Diálogo extendido además no sólo a la península sino al resto del territorios de la extinta Corona (perdónese la licencia de diferenciar así la terminología del viejo Estado del constitucional que empieza a ver la luz).

Y además todo ello sucede en medio de varias guerras simultáneas de Independencia (a una y otra parte del Atlántico) y prescindiendo, por una vez, de un liderazgo personal al que se le pueda atribuir el éxito del alumbramiento de la Constitución de 1812.

España no tuvo pues su Revolución, pero si un proceso interesantísimo de cambio del viejo al nuevo poder del que además sabemos muy poco, tanto en los aspectos relativos al debate ideológico como de la pura intendencia inherente al desasarrollo de un proceso representativo y constituyente en medio en medio de las batallas contra el ejército francés. Y de como pese a todo ello la nueva constitución recogió muchos elementos del régimen que estaba detrás de dicho ejército.

Durante todo este periodo, tras el regreso de Fernando VII  los partidarios de una u otra corriente que trataban de controlar el poder se transformaron en partidos con un nivel de formalización cada vez mayor luchando constantemente por el poder a lo largo de todo el siglo XIX y buena parte del XX por una serie de fórmulas que incluyeron la democracia censitaria, los levantamientos populares, pronunciamientos militares, la sucesión de reyes y regentes má so menos influenciables y con ideas e intereses particulares más o menos relevantes y cuatro etapas de guerra civil.

La acción política tal como la conocemos nació como alternativa al desmantelamiento de las fórmulas de poder del Antiguo Régimen. Y no nació de una manera mágica como una formula de laboratorio perfecta, sino con toda una serie de elementos y condicionantes que adivinamos tras el testimonio que nos dá Galdós de la excitante época que comentamos.

En 2020 deberíamos celebramos los doscientos años del primer  gobierno constitucional que gobernó Españ. Por descontado desde entonces los partidos políticos han evolucionado no sólo desde el punto de sus propuestas sino de sus mecanismos que emplean para conseguir sus fines, para movilizar adhesiones las adhesiones que les fortalezcan, para la toma de decisiones internas y para la acotación de los liderazgos personales.

Pero nunca deberíamos de olvidar que en su esencia son mecanismos de poder en donde convive su objetivo último (controlar dicho poder) con la voluntad, sincera, desinteresada y honrada de muchos de sus integrantes de cambiar las cosas en beneficio de todos.  La calificación de los partidos  en buenos o malos quizá sea un simplismo que no nos permite explicar nada ni de lo que ocurrió ni de lo que está pasando.

Por descontado no deben de buscarse confirmaciones de esta tesis ni en lo propios partidos ni en sus historiadores. Como buena organización, entre sus deberes cotidianos está trasladar un universo paralelo en el cual son los únicos entes angelicales que velan exclusivamente por el interés de los demás y que por lo tanto los intereses que defienden son siempre los nuestros .  Quizá no deberían de ocultar que responden a la misma dualidad de las personas, de la condición humana que conlleva tratar de progresar  de forma individual y en lo colectivo simultaneamente .  Como vemos por cierto a lo largo de toda la obra de Galdós en la que felizmente se alternan las ilusiones y los avatares de la vida privada y colectiva de sus personales.

En el testimonio de Galdós encontramos interesantes pistas de como estos nuevos mecanismos de poder afrontaron los difíciles meses que sucedieron al Motín de Aranjuez.

Cabe recordar que el levantamiento popular fue un  éxito. Sus promotores consiguieron sus objetivos. El Rey Carlos IV, desasistido del que había sido el pilar de su política durante años, abdica forzadamente ( como el mismo lo reconoció posteriormente) en su su hijo el día siguiente, el 19 de marzo de 1808.  El sistema de poder absoluto y cortesano de la Corona de España termina con lo que hoy llamaríamos un golpe de Estado, con una acción política que rompe con toda la tradición de gobierno del Antiguo Régimen. 

Como decíamos, la lectura de Galdós nos pone de manifiesto que, en contra de lo que tantas veces hemos leído en la historia tradicional, no fué un levantamiento del "pueblo" contra el "Rey". Fué más bien la acción organizada de una corriente concreta de la vieja nobleza cortesana que recurre a la movilización de algún sector popular y a la infidelidad con el orden establecido de una serie de destacamentos militares.

 Corriente que para nada eran los "defensores de la patria" (volviendo a la terminología de la historia convencional) sino la de aquellos que temían que la influencia napoleónica en España desembocase en el "jacobinismo" revolucionario y en la implantación de una constitución semejante a la francesa que reconociera la libertad para todos los ciudadanos, la desaparición de los privilegios postfeudales de aristócratas e hidalgos y el final del catolicismo como religión única.  Una corriente que luego conoceríamos durante todo el siglo XIX como el absolutismo o, simplemente la reacción.

Pero resultó que el nuevo Rey, el que se pensaba que lideraría la oposición frente a los franceses y ante las nuevas corrientes se mostró incapaz de reactivar el inmenso poder que entonces aún tenía nominalmente para renegociar el tratado de Fonteneblau urdido por Godoy y limitar la presencia de las tropas de Murat en España a los objetivos estrictos en el marcados, esto es a la ocupación de Portugal.

El que se había elegido para encabezar la resistencia, una vez que ocupó el poder, demostró ser  un monarca débil y sugestionable para el que el interés de la nación significaba muy poco respecto a sus intereses personales. En contra de lo que algunos esperan abandona de facto el poder viajando a Bayona en abril para lograr el apoyo de Napoléon como soporte se su nuevo reinado.  Un viaje hacia una posible captura (como al final sucedió) sin que se hace sin adoptar las mínimas cautelas para mantener el gobierno y el orden en el país que se abandona.

Una vez más será convendrá que veamos las cosas desde los ojos de los protagonistas de entonces y que pensemos cual sería su reacción lógica. Desde luego los que pretendían defender sus privilegios frente a las nuevas incertidumbres que venían de la mano de los franceses no veían con ninguna tranquilidad la ausencia del rey que teóricamente iba a ser su valedor y como este había entregado Madrid al control de las tropas de Murat.

De manera que es muy probable que volvieran a actuar con las mismas pautas utilizadas en Aranjuez dos meses y medio antes. Y mediante métodos que son serían un clásico en muchos levantamientos posteriores: difusión de noticias falsas, recurso a agente instigadores sacados de entre sus esferas clientelares y la deslealtad al mando político de determinadas unidades militares que deberían su deber de reestablecimiento del orden, situando así a los amotinados directamente contra el ejercito francés.

Por descontado una gran parte de los que participaron en el levantamiento del Dos de Mayo fueron ciudadanos heroicos, inflamados de la desesperación de como todo en lo que les habían hecho creer se había desplomado. El glorioso Imperio con posesiones repartidas en los cinco continentes era incapaz de defender su propia corte. A partir de ahí el pueblo de Madrid veía como la estabilidad del antiguo régimen se sustituiría por una incertidumbre en donde nadie tenía la menor idea si acabarían siendo los últimos súbditos de Napoléon (como se les estaba diciendo) o si por el contrario tendrían la oportunidad de disfrutar de algunos de los nuevos derechos y libertades a las que habían accedido los franceses.

Pero desde mi punto de vista es una frivolidad restringir el análisis a lo que sucedió el Dos de Mayo a una chispa de indignación popular. El absolutismo ya se había parapetado detrás del sufrimientro del pueblo en el Motín de Aranjuez. Y lo haría inmediatamente después en otras ciudades, conforme se fue organizando la lucha contra el "el francés".

La misma historia nacionalista que ha hecho del Dos de Mayo uno de los pilares esenciales de su discurso ha relegado sucesos como los que ocurrieron en Valencia o Castellón, en donde la resistencia frente a las tropas de Napoleón liderada por los absolutistas acabó con la vida de centenares de civiles franceses allí residentes de primera o segunda generación en algaradas muchas veces dirigidas por antiguos delincuentes transformados en cabecillas de la insurrección.

Ese mismo pensamiento único relegaba así a la condición de antipatriotas a los que no se opusieron al cambio de dinastía que se produjo unos días después.

Con independencia del debate que antes señalábamos lo que es cierto es que los sucesos del Dos de Mayo beneficiaron a los absolutistas. La reacción de Napoleón fué asegurarse la fidelidad de su único aliado de entidad cambiando la dinastía reinante para lo que simplemente tan sólo le quedaba comprar (literalmente) las voluntades de lo dos últimos reyes el poder absoluto de la Corona de España.  Un epílogo tan poco glorioso para su final como lo había sido su inicio, el apoyo a un navegante inexperto con la ilusión de expandir Castilla como contrapeso del papel que jugaba la Corona de Aragón en el Mediterráneo.  Dos sucesos en los que los intereses particulares de la Corte (y no los de España) tuvieron un papel muy relevante, con la única diferencia de que probablemente Isabel de Castilla desempeñó su papel con una dignidad que nada tenía que ver con el comportamiento de los "abdicantes" de Bayona.

Los dos anteriores cambios dinásticos también habían sido a favor de casas reales extranjeras, pero en este caso es cierto que venía acompañado de una supeditación mucho más clara a la matriz francesa de la nueva dinastía. Pero por el contrario, para otros, significó una esperanza. Desde el primer momento se otorgaba por primera vez a los españoles unos derechos Constitucionales y además, como dijo el propio Napoleón, sin tener que pasar por una revolución sangrienta.  Algunos de los avances claves para demoler el entramado del antiguo régimen se habían convertido en irreversibles. Era Napoléon quien los defendía en toda Europa frente al absolutismo. Y por otra parte sus ejércitos expandían por todo el continente una idea de eficacia y disponibilidad de recursos muy diferente de la la España del ocaso del Imperio.

Desde el inicio de la Ilustración comenzaba a calar entre determinados poderes económicos y de lo que hoy llamaríamos los profesionales los ejemplos holandés, inglés, norteamericano y ahora francés, y como de la mano del control del poder se había iniciado un ciclo de progreso. El dramaturgo Moratín nos ha dejado una serie de "apuntamientos" contando sus experiencias en Londres, Venezia y otros lugares a finales del XVIII. Su lectura es muy recomendable: para un español como él causaba entonces una estrañeza rayana en lo increíble la libertad de prensa y de debate público, los partidos políticos, la mejora de las comunicaciones, el desarrollo del libre comercio o el precapitalismo. Es testigo por ejemplo de como en los Clubs de Pallmall que han pervivido hasta nuestros días se difundían las ideas innovadoras en materia de comercio o industria y como entorno a ellas comenzaban a surgir socios financieros. Incluso sus reflexiones llegan a admirar como las mujeres conducían sus carros haciendo ejercicio de su libertad personal.

Moratín habla en los apuntamientos sobre todo de "lo suyo": el teatro, y allí también ve avances interesasantes no sólo en la dramaturgia sino de su negocio.  Las posturas ilustradas no fueron para nada una isla intelectual.  Agentes económicos, profesionales e incluso terratenientes veían en ellas una nueva forma de hacer negocio, de compatibilizar su beneficio personal con mejorar la situación del conjunto de las clases sociales.

La dialéctica del enfrentamiento con el francés que se difunde tras el Dos de Mayo fué muy beneficiosa para las opiniones absolutistas. Sus opositores, los partidarios de extender el progreso y las libertades que afloraban en el resto del continente se dividieron entre los llamados afrancesados, que preferían mayor libertad y progreso sea cual fuera quien mandara y los que por el contrario creían posible cierto nivel de progreso en el marco de una dinastía independiente de la francesa.  Estos últimos, especialmente condicionados por el mensaje nacionalista, se aliaron con las posiciones del absolutismo.

De manera que lo que había nacido como una mera "guerra napoleónica" el año anterior se convierte en la primavera de 1808 una guerra civil semejante a la de Secesión en la que los intereses de las potencias extranjeras se solapan con dos formas diferentes de entender como debía configurarse el poder en  España.

Moratín eligió el lado de los afrancesados. Y muchos otros en los que tal elección en el fondo suponía su profundo convencimiento de que la única forma de avanzar que tenía el país era integrándose en las nuevas corrientes de progreso de soplaban en Europa.

Desde el lenguaje nacionalista triunfó y hoy conocemos en España a aquel conflicto como "Guerra de la Independencia", una terminología difícil de comprender sin tener en cuenta los antecedentes citados y que no se utilizan ni portugueses no ingleses. Y si se permite la broma que en este último caso sólo es comprensible como la de la independencia de Portugal, causa inicial del conflicto.

Lo prodigioso de todo ello es que tan solo dos años después, las dos corrientes que se habían aliado para "echar a los franceses" consiguen un consenso para elegir unas Cortes mínimamente representativas de las que saldrán las Cortes de Cádiz. Y de ellas una serie de valores constitucionales heredados del enemigo francés.

La historia de la lucha por el poder durante todo el siglo XIX seguiría las pautas que pone en relieve el testimonio de Galdós que comentamos.

Las dos posturas antagónicas siguiendo luchando por controlar el poder con una interminable sucesión de levantamientos populares, pronunciamientos militares, confrontaciones armadas e innumerables gobiernos. Confusio, un historiador creado por la genial pluma de Galdós los confunde todos y escribe una historia en la que todos los papeles se cambian constantemente. Y en un momento determinado, cuando su mecenas le llama la atención, le responde: " y que más dará". La brutal ironía de Galdós sobre como la historia convencional nos describe el XIX no puede ser acertada.

Durante más de un siglo la divergencia de los modelos políticos, sociales y productivos entre España y Europa no deja de crecer y el XX comenzará con los mismos lamentos (y la misma falta de soluciones) sobre como conseguir buenos gobiernos que hagan progresar al país y vencer la miseria,  el hambre y la falta de opciones de la mayor parte de la población.

Mientras tanto las dos corrientes que pretendían el poder van perviviendo en una escena intemporal parecida a la de la película "los Duelistas" en las que el propio enfrentamiento forma parte de la esencia de la vida de los contendientes, en un mundo diferente del en que vive el conjunto de la sociedad. 

Y por ello son capaces de ponerse de acuerdo para aprobar Constitución de 1812, establecer el turnismo de finales del siglo o limitar los derechos y libertades de los ciudadanos mediante el clientelismo y el caciquismo. A la vez que en otras ocasiones alientan guerras civiles o intervenciones extranjeras para defender sus intereses.









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